lunes, 8 de abril de 2013

Para los alumnos de sexto y los más atrevidos de otros cursos...


La soga, Esteban Valentino

La soga, Esteban Valentino

1ra. ed. - Buenos Aires : Del Eclipse, 2006. 1.Narrativa Infantil y Juvenil Argentina. I. Título

Esta historia comienza con una codicia
Castilla, 1226
Uno
    Aconteció en días que la memoria se resiste a convocar más por lo desdichados que por su lejanía- que el Hombre Cruel salió a recorrer sus dominios de oscuridad y tristeza. El Hombre Cruel desconocía el arrepentimiento y la piedad, y ninguna duda nacía en su corazón cuando veía el mal que había sembrado, en años de señorío, sobre aquel territorio. Su breve viaje sólo tenía por fin solazarse en la contemplación de sus riquezas, sus tierras, sus siervos. Con ellos solía agregar algunas gotas a sus mares de indignidad, humillándolos, haciéndoles sentir lo desnudos que estaban ante el inmenso poder del Hombre Cruel. 
Esa mañana fue el turno de Lorenzo, un joven que sudaba en campos arrendados, cercanos a los bajíos, malos para la labranza, pero a los que el esfuerzo cíe su inquilino había vuelto tenuemente productivos. Como con todos los campesinos que vivían en sus fincas, el Hombre Cruel mostraba su magnanimidad cobrándole apenas la mitad de lo cosechado a cambio de permitirle laborar en sus posesiones.
    Pero no eran las espigas el logro de Lorenzo que el amo más anhelaba. No. El muchacho había entregado su corazón a Isela, quien le correspondía con una urgencia y abundancia que le habían dado fama entre las mujeres de la región. El Hombre Cruel envidiaba esa alegría ajena. No era tonto y sabía que la pasión de la que gozaba tan a menudo tenía más sabor a dinero que a entrega verdadera. A la vista de Lorenzo, guadaña en mano, renovó la ira que sentía contra cualquiera que disfrutara de lo que él no disfrutaba. Espoleó su caballo hasta ponerse a tiro de palabra.
--Buen día tengas, Lorenzo.
--Buen día tenga usted, señor.
--Veo que estás preparando el campo para una nueva siembra.
--Eso está muy bien, hijo mío.
--Se hace lo que se puede, señor.
        El Cruel miró sus ricos terrenos cercanos a los de Lorenzo y una luz de inteligencia atravesó su mirada.
        Estuve pensando, mientras te veía de lejos tan apegado a quitar la maleza, ¿no te vendría bien trabajar también los campos del arroyo, que no tienen ahora quien los arriende?
        Al joven se le iluminó la cara. El doble de trigo podría sacarle a esas tierras. Ocurre con los espíritus alejados de la maldad, que no sospechan la trampa detrás de la mano extendida.
--¡Nada me vendría mejor, amo! -casi gritó con una incredulidad que no le cabía en el alma.
--Pero no será sencillo ganártelos, Lorenzo. Varios de mis mejores me han pedido esos terrenos. Sin embargo, si dentro de dos días, al volver yo a pasar, los encuentro sin una brizna de mala hierba, te los daré a ti. ¿Serás capaz de hacer esto?
--¿Dos días, señor?
--Dos días, Lorenzo.
--Tendría que trabajar día y noche con todas mis herramientas.
--Seguramente. Pero si no te sientes capaz, sé sincero conmigo. Siempre habrá quien lo pueda intentar.
--No, no. Yo lo haré. Sólo que no tengo aquí lo que requiero y volver a mi casa por mis cosas me quitará al menos media jornada.
--No tengas cuidado por eso. Yo puedo cabalgar hasta tu casa, si le escribes una nota a tu mujer rogándole que me entregue todo lo que necesitas. Deja eso por mi cuenta. Toma mi pluma y este papel.
--Señor, nunca podré agradecerle...
--Ya, ya, no lo menciones más y escribe esto que te dictaré. ¿Cómo le dices a ella en tratos de familiaridad?
--Nada especial: Isela mía.
--Bien. Empieza así: “Isela mía, entrégale al señor todo lo que él te pida. Ya te explicaré más tarde el porqué de este extraño pedido. Es una sorpresa que nos llenará de felicidad...”
    Lorenzo escribió sin ver más allá de las nuevas cosechas que vendrían. Y el Hombre Cruel partió, nota en mano, a agregarle una nueva herida a la mañana.
    El sol era ya una certeza plena en el centro del cielo, cuando el Hombre Cruel dio voces en la casa de Lorenzo. Isela salió a recibir al dueño del suelo que pisaba.
--Hola, muchacha, ¿sabes quién soy?
--Claro que sí, señor. Usted es el Amo.
--Bien. Yo también sé de ti, así que nos ahorraremos las presentaciones.
--Acabo de hablar con tu marido y hemos llegado a un acuerdo beneficioso para todos. Pero te toca a ti la parte, digamos, más importante de nuestro... convenio. Aquí tengo una nota escrita de puño y letra por Lorenzo, que te lo dice más claramente que mis torpes palabras.
     Y el Hombre Cruel extendió el breve mensaje del dueño del corazón de Isela. La joven, que había aprendido las letras de lo poco que sabía su marido, reconoció la letra tambaleante de Lorenzo. Leyó lo que le pedía su hombre, pero mejor leyó en los ojos de quien le entregaba el papel. Ya intuía la respuesta, cuando preguntó.
--¿Y qué desea el señor que yo le entregue?
   El Malvado no habló por varios segundos, disfrutando del temor que notaba en la muchacha. Finalmente, le contestó, mirándola fijamente:
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--A ti.
--Señor, el hijo de Lorenzo vive en mi vientre.
--No importa -respondió él-. Parece que no estás bien predispuesta a cumplir lo que aquí se te pide. Si esa es tu intención, no tengas dudas de que Lorenzo pagará con su vida el incumplimiento que se me hace. El señor no tomará más que una carne sin alma.
--No busco otra cosa —reafirmó el Amo con una sonrisa.
   Los pájaros callaron esa mañana; las nubes cubrieron el celeste; las hojas de los árboles abandonaron su vaivén; y nada fue igual desde entonces. Dos de los servidores del Hombre Cruel tomaron las herramientas del cobertizo y marcharon hacia donde aguardaba la confianza, la estúpida confianza de Lorenzo. El resto de ellos quedó en el exterior de la casa, protegiendo la mentira que ocurría tras las paredes. El Cruel amortiguó su envidia y regresó al cuidado de su castillo. Los aprendices de impiadosos que lo acompañaban reían ante la astucia del Amo.
    Isela no quiso tocarse una brizna de piel, ni pasarse un trapo húmedo sobre las manchas de semen. Así como la dejó el Dueño, marchó hasta el cobertizo y escogió la mejor soga que encontró, la más firme, la más implacable.
     Cuando dos días más tarde, al regresar a su casa, Lorenzo encontró a Isela colgando de una viga y la nota  sucia de polvo bajo su cuerpo más ensuciado aún, supo,como si se lo estuvieran contando, lo que había pasado en ese escaso tiempo de ausencia, y entendió de golpe la inesperada generosidad del Hombre Cruel. Bajó a su amada mientras le limpiaba la cara con sus lágrimas. La cobijó esa tarde bajo la tierra, sabiendo que también cobijaba el futuro de su sangre, y se marchó.
       Llevaba en su bolsillo un pedazo de la soga que apuró el fin de todo lo que amaba.
        Se veía en sus ojos la violencia.

Dos

         Sabía Lorenzo que, comparada con el gran poderío del asesino, su ansiedad de venganza solitaria no era suficiente. El Cruel viajaba siempre con grandes precauciones, y Lorenzo no quería correr el riesgo de fallar. No, no era ese el camino. Otros senderos debería recorrer el castigo para alcanzar al humillador de Isela. Tentó a algunos de los muchos lastimados por el Amo, pero sólo encontró temor y silencio.
Una noche, al abrigo del fuego, bajo el cielo, imaginó sus brazos arrojando una flecha mortal sobre el
Odiado. Recreó su agonía, pensó de mil maneras el final del Cruel y descubrió asombrado que nada de eso calmaba el incendio que lo quemaba por dentro. Se encontró, de pronto, gritándole a la oscuridad.
—¡Si tampoco es ese mi camino, dime cuál, Señor! ¡Callaste ante el crimen! ¿Lo harás también ante la justicia?
        Pero la noche, como casi siempre, nada dijo. Este silencio, más que la larga jornada, lo hundió en la fatiga. Tomó entre sus manos el trozo de soga que cargaba entre sus ropas y, así, con ella apretada contra el pecho, le llegó el sueño.
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     Y en el sueño, soñó.
          Soñó que deambulaba por un mar de agua seca que golpeaba su cuerpo, pero que no lo mojaba. Ni la más delicada humedad se pegaba a su piel. En el fondo de ese mar, había una puerta que sólo se podía atravesar cuando estaba cerrada. Lorenzo lo hizo.  Una infinita llanura lo esperaba; hizo miles de pasos, sin apartarse más que unos cuantos centímetros de la puerta. Exhausto, dio un paso más, antes de caer en la cima de un monte de nieve y alturas. Comenzó a bajar porque no había otro camino. El descenso lo llevó hasta una prisión. Inundado de rejas estaba el sitio y en cada reja había tallada una letra. Lorenzo recorrió los muros con sus hierros y supo, de pronto, que no era necesario entrar, que las prisiones son para no salir, y entendió que las rejas eran el mensaje, el fin de su andar. Leyó lo que decía el metal. Esto decía:
“Él comparecerá ante mí. Y yo diré lo que deba decir en su momento. No te basta. Lo sé. Bien. Ven tú también. Te espero.  Algo nos diremos. En algún lugar está la paz. Y tu paz no es una muerte. O no es solamente una muerte. El comparecerá y entonces te escucharé. Su sangre pasará a sus hijos y ellos tendrán descendencia. Y así será siempre. Pero habrá quien no pueda trasladar su semilla. Habrá el que será el último. Entonces, llegará tu tiempo y tu justicia. Ven. Te espero”.
     Al despertar, Lorenzo había aprendido que la venganza es larga y dolorosa.
     La soga parecía satisfecha.
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Tres
       Años estuvo Lorenzo alejándose de sí mismo, haciéndose tan distinto a Lorenzo, que ni la propia Isela podría haber reconocido en ese despojo harapiento al joven viudo que deambulaba por el reino con su recuerdo a cuestas. Finalmente, se volvió una figura habitual entre los muchos mendicantes que atravesaban los dominios del Cruel; un punto esperable del paisaje. La barba y el pelo, tras años sin saber de navajas, habían crecido hasta darle la apariencia de la locura. El caminar encorvado y la ropa sucia y raída completaban la imagen de decrepitud. Ya nadie ligaba a ese viejo con el joven campesino que estaría masticando su odio contra el Amo, en territorios más amables. Pero el pordiosero, en la soledad de sus barracas inmundas, levantaba carros con sus brazos y corría por las noches compitiendo contra los lobos, que lo sabían un enemigo de cuidado. Subía y bajaba de los árboles y había aprendido a pasarse horas mirándose con una serpiente, los dos alargados sobre el pasto. A veces, el reptil intentaba un ataque contra el animal humano que lo desafiaba, buscándole la garganta. Pero la mano de Lorenzo llegaba siempre antes. Miraba a su rival con algo parecido al orgullo en sus ojos y arrojaba lejos a la serpiente para que supiera que no era con ella la deuda.
    Su idea era ser una sombra, un aire en el aire. Eso haría que el motivo de su odio se descuidara, que sus protectores perdieran sus certezas por unos segundos. Era todo lo que necesitaba su sed de sangre. El destino posterior de sus huesos lo tenía sin cuidado.  Sólo respiraba porque esos segundos estaban en el posible futuro. Vivía para un salto, para una cuchillada.
       Casi trece años después de la muerte de Isela, le llegó la oportunidad. Contaba entonces Lorenzo con treinta y seis años sobre sus espaldas y el Cruel había superado ya con largueza los cincuenta. Tenía pues el hombre joven la ventaja de sus músculos tensos, preparados -desde aquella noche junto al fuego- pa-
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ra la justicia. Sabía que la reparación se le había prometido para otra edad, pero confiaba en un error del destino. Su puñal siempre afilado, jamás mellado por carne alguna, aguardaba en la cintura a que lo convocara su dueño. Su justificación latía en un solo tajo y el puñal no quería fallar.
Aquella tarde, marchaba hacia el crepúsculo. En la llanura que empezaba frente a la taberna, sólo sobresalía la figura del anciano que desde hacía años causaba risa a los parroquianos. Los cascos de los caballos llegaron antes que los caballos; los caballos, antes que los jinetes; los jinetes, antes que el miedo que producía la presencia del Poderoso. Los servidores descabalgaron para cuidar la puerta. El viejo loco no contaba; el viejo sucio era apenas algo más que una piedra y no se le teme a las piedras. A su costado desmontó el Cruel y quedó un segundo dándole la espalda a Lorenzo. Era lo que esperaba. Su diestra se hizo un solo objeto con el cuchillo. No buscó el amplio torso del Dueño. Sabía de cueros trenzados que podían impedir el ingreso de filos más terribles que el suyo. Buscó la garganta, el sendero seguro al único destino que le importaba. El puñal desgarró lo que se le ordenaba y la tierra se volvió roja. Lorenzo quedó de pie sobre el cuerpo de su enemigo hasta que le cayeron encima siete alguaciles. El vengador no ofreció resistencia. Lo que debía hacer ya lo había hecho. Ahora podía ir en paz a reunirse con Isela. Una lágrima de felicidad empezaba a recorrer los pelos de su cara cuando una carcajada quebró la penumbra y su certeza de triunfo.
  --¡Vaya, vaya! ¡Esto sí que es odio! Quién sabe hace cuánto que cumple su papel de viejo inútil solamente para poder dar ese salto de gato joven y esa cuchillada de soldado experto. Debes odiarme sin un segundo de pausa, mi desconocido amigo. ¡Córtenle pelo y barba! Que no se presente ante su Creador con esa traza.
Así fue hecho, sin escatimar dolores en el prisionero. La cara limpia llena de heridas, el pelo mal cortado, dejaron al aire un rostro sombrío que ya todos habían olvidado. Los parroquianos salie-16 ron de la taberna y ahora, de pronto, el pasado les caía como una culpa. Pero el Amo disfrutaba. El Amo tenía otra vida a su alcance.
    --Lorenzo, esto es en verdad una sorpresa. Te hacía borracho en otras tierras, tratando de olvidar a una muchacha que cuelga del techo. Y no. Todo este tiempo estuviste delante de mis narices, esperando, sólo esperando. Debo decirte que no dejo de sentirme admirado. ¿Cuántos años? ¿Trece? Sí, trece. Trece años preparando la muerte de este pobre infeliz, que hace tiempo toma mi lugar cuando viajamos. Bueno, hizo bien su trabajo. Una pena que su trabajo fuera morir. Una pena que su trabajo fuera igual a tu futuro.
        El Cruel giró sobre sí y dirigió su cuerpo hacia la puerta, protegido por varios de sus hombres, mientras Lorenzo veía alejarse la paz de su final. Antes de perderse en el interior, oyó la última orden del asesino de Isela:
--Mátenlo.


   Uno de sus captores tomó el puñal de Lorenzo del piso y le regaló al metal la segunda sangre en tan breve tiempo. No se ocuparon de recoger los cuerpos. Únicamente cuando el Amo y los suyos se marcharon, el tabernero y algunos otros los llevaron al monte y los sepultaron. Y clavaron una cruz en las sepulturas.  Pero antes, sin que nadie lo advirtiera, una mano sin nombre tomó el trozo de soga de entre las ropas de Lorenzo y la guardó.  Muchos, muchos años más tarde, cuando ya esa única cruz era una maleza más en la llanura poblada de maleza, el Amo sintió que la partida le llegaba. Mandó trae al obispo, que le otorgó el perdón de todos sus pecados y lo dejó limpio, listo para enfrentar al Señor cara a cara. Murió a la mañana siguiente y fue sepultado en tierra consagrada, rociada con agua bendita, bajo una cruz de oro que llevaba una inscripción:




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