lunes, 25 de agosto de 2014

El narrador       Cuento

10/11/2012
Portada(Del libro El pulpo está crudo)
-Cierto dí­a iba Caperucita por el bosque de… che ¿cómo se llamaba ese bosque?
-¿Cuál? El de… ¿el bosque de Sherwood?
-No, ése era el de Robin Hood.
-¿Robin Hood no era el compañero de Batman?
-No, el compañero de Batman era Mandrake.
-¡Si Mandrake era un mago!
-¿Y qué tiene? Además era el ayudante de Batman.
-… ¿seguro?
-Claro, ¿para qué te contarí­a mentiras, eh? ¿Querés que siga?
-Y, sí­…
-El bosque quedaba en Transilvania…
-Che, no jodas. ¿Transilvania no era donde viví­a el Conde Drácula?
-Vos tenés todo mezclado. No prestás atención a lo que te cuento y se te mezcla todo. Transilvania queda en Estados Unidos… si me vas a cuestionar todo mejor me callo.
-Sí­, mejor.
-… ahora no me callo nada.
-Te callás porque no querés contarme el cuento, porque no lo sabés.
-Claro que lo sé; ahí­ te va, cierta noche, Caperucita estaba cerrando su famoso restaurante…
-¿¡Su famoso restaurante!?
-Sí­, cuando de repente recibió una llamada telefónica…
-… era uno que le avisaba que vos le estabas haciendo bolsa su cuento.
-No, era su mamá, que le pedí­a que pasara de la abuelita a dejarle algo de comer. Le dijo así­, “Blancanieves…”
-¿¡”Blancanieves” le dijo!?
-Sí­, “Caperucita” se llama el cuento, pero a ella le encantaba que le dijeran “Blancanieves”. Entonces el tí­o le dijo así­…
-Che, ¿no era la mamá la que estaba en el teléfono?
-¡Nunca dije que fuera la madre… por favor, prestá atención! Dejáme seguir, le dijo así­, “Blancanieves, cuando cierres tu famoso restaurante llevále algo a tu abuelita que recién me habló y dice que está con un hambre terrible”.
-¿Y por qué la abuelita no la llamó directamente al restaurante?
-Porque se le olvidaba el número.
-¿Y por qué no lo tení­a anotado en un papelito al lado del teléfono?
-Porque el lápiz se lo habí­a prestado a un humilde cazador.
-¿El que aparece al final del cuento?
-Exactamente, que fue el que atendió el teléfono.
-… che ¿No lo habí­a atendido la misma Caperucita?
-¿Quién? ¿Blancanieves?
-Sí­.
-No creo, ella no tení­a teléfono.
-¿¡Y dónde recibió la llamada si no tení­a teléfono!?
-Ahí­ está la gracia, escuchá, entonces el humilde cazador le dijo a la mamá…
-¿Por qué era “humilde cazador”?
-Porque si hubiera sido rico tendrí­a empresas pero no serí­a cazador. Ahora calláte y dejáme contarte el cuento.
-… ¿no tenés otro? No entiendo nada.
-Porque no prestás atención. Entonces el humilde cazador le dijo, “Mire, señora, su hija se fue a un baile a que le probaran un zapatito”.
-¿Ese no es el de Cenicienta?
-No, en el que hay un baile es el de Pinocho.
-En el de Pinocho nunca hubo un baile, porque él no era como los demás niños.
-El que no era como los demás niños era Frankestein.
-¡Pero si él era un monstruo!
-Por eso no era como los demás niños, ¿querés que siga o cambio?
-… y no, seguí­…
-Entonces la abuelita le dijo…
-¿Qué abuelita? ¿No estaba hablando con la mamá?
-¿Ves? No atendés. ¿No te dije que la mamá era sorda?
-¿Sorda?
-Y claro, le habí­an hecho una operación, pero no quedó bien.
-¿En el cuento dice eso?
-Por supuesto, yo nunca te mentirí­a. Sigo. Entonces le dijo, “No importa yo igual la llamo después, no se olvide de darle mi mensaje”. Pero ni bien colgó el cazador ya se habí­a olvidado y ese mismo dí­a la abuelita hubiera muerto de hambre… si no fuera porque pasó un lobo y se la comió. Y colorí­n colorado, este cuento se ha acabado. ¿Te gustó?
-… al medio no lo entendí­, pero estuvo bueno.
-¿Qué parte?
-La de los ladrones que entran a la pizzerí­a.

-Porque no prestás atención. Mañana te cuento otro.                                 Luis María Pescetti

lunes, 28 de julio de 2014


Diálogo de muertos                                     Borges

El hombre llegó del sur de Inglaterra en un amanecer del invierno de 1877. Rojizo, atlético y obeso, resultó inevitable que casi todos lo creyeran inglés y lo cierto es que se parecía notablemente al arquetípico John Bull. Usaba sombrero de copa y una curiosa manta de lana con una abertura en el medio. Un grupo de hombres, de mujeres y de criaturas lo esperaba con ansiedad; a muchos les rayaba la garganta una línea roja, otros no tenían cabeza y andaban con recelo y vacilación, como quien camina en la sombra. Fueron cercando al forastero y, desde el fondo, alguno vociferó una mala palabra, pero un terror antiguo los detenía y no se atrevieron a más. A todos se adelantó un militar de piel cetrina y ojos como tizones; la melena revuelta y la barba lóbrega parecían comerle la cara. Diez o doce heridas mortales le surcaban el cuerpo como las rayas en la piel de los tigres. El forastero, al verlo, se demudó, pero luego avanzó y le tendió la mano.


-¡Qué aflicción ver a un guerrero tan expectable derribado por las armas de la perfidia!-; dijo en tono rotundo; !pero también qué íntima satisfacción haber ordenado que los victimarios purgaran sus fechorías en el patíbulo, en la plaza de la victoria!


-Si habla de Santos Pérez y de los Reinafé, sepa que ya les he agradecido-; dijo con lenta gravedad el ensangrentado.


El otro lo miró como recelando una burla o una amenaza, pero Quiroga prosiguió:


-Rosas, usted no me entendió nunca. ¿Y cómo iba a entenderme, si fueron tan diversos nuestros destinos? A usted le tocó mandar en una ciudad, que mira a Europa y que será de las más famosas del mundo; a mí, guerrear por las soledades de América, en una tierra pobre, de gauchos pobres. Mi imperio fue de lanzas y de gritos y de arenales y de victorias casi secretas en lugares perdidos. ¿Qué títulos son esos para el recuerdo? Yo vivo y seguiré viviendo por muchos años en la memoria de la gente porque morí asesinado en una galera, en el sitio llamado Barranca Yaco, por hombres con caballos y espadas. A usted le debo este regalo de una muerte bizarra, que no supe apreciar en aquella hora, pero que las siguientes generaciones no han querido olvidar. No le serán desconocidas a usted unas litografías muy primorosas y la obra interesante que ha redactado un sanjuanino de valía.


Rosas, que había recobrado su aplomo, lo miró con desden.


-¡Usted es un romántico!-, sentenció. -El halago de la posteridad no vale de mucho más que el contemporaneo, que no vale nada y que se logra con unas cuantas divisas.


-Conozco su manera de pensar- contestó Quiroga -En 1852, el destino, que es generoso o que quería sondearlo hasta el fondo, le ofreció una muerte de hombre, en una batalla. Usted se mostró indigno de ese regalo, porque la pelea y la sangre le dieron miedo.


-¿Miedo?- repitió Rosas -¿Yo, que he domado potros en el Sur y después a todo un país?


Por primera vez, Quiroga sonrió


-Ya sé,- dijo con lentitud; -que usted ha ejecutado más de una lindeza a caballo, según el testimonio imparcial de capataces y peones; pero en aquellos días, en América y también a caballo, se ejecutaron otras lindezas que se llaman Chacabuco y Junín y Palma Redonda y Caseros.


Rosas lo oyó sin inmutarse y replicó así:


-Yo no necesité ser valiente. Una lindeza mía, como usted dice, fue lograr que hombres más valientes que yo pelearan y murieran por mí. Santos Pérez, pongo por caso, que acabó con usted. El valor, es cuestión de aguante; unos aguantan más y otros menos, pero tarde o temprano todos aflojan.


-!Así será!- dijo Quiroga -pero yo he vivido y he muerto y hasta el día de hoy no sé lo que es miedo. Y ahora voy a que me borren, a que me den otra cara y otro destino, porque la historia se harta de los violentos. No sé quién será el otro, pero sé que no tendrá miedo.


-A mí me basta ser el que soy- dijo Rosas -y no quiero ser otro.


-También las piedras quieren ser piedras para siempre- dijo Quiroga -, y durante siglos lo son, hasta que se deshacen en polvo. Yo pensaba como usted cuando entré en la muerte, pero aquí aprendí muchas cosas. Fíjese bien, ya estamos cambiando los dos.


Pero Rosas no le hizo caso y dijo como si pensara en voz alta:


-Será que no estoy hecho a estar muerto, pero estos lugares y esta discusión me parecen un sueño, y no un sueño soñado por mi sino por otro, que está por nacer todavía.


No hablaron más, porque en ese momento alguién los llamó.



Jorge Luís Borges, "diálogo de muertos", en El hacedor

jueves, 26 de junio de 2014

El extraño “crimen”
Tomé con brutalidad su cuerpo entre mis manos, sin darle tiempo a emitir aviso alguno.
  Al llegar a mi casa, nos dirigimos hacia un excusado ubicado en el fondo de mi patio. Una vez adentro, agarré su delgado cuello con todas mis fuerzas hasta que por fin oí ese crack que marcaba el fin de sus días.
  Me aventuré rápidamente a buscar el facón, una vez en mis manos lo observé, su afilado brillo deslumbraba mis ojos.
  Al acercarme nuevamente al cuerpo noté que aún seguía con vida, mientras, lentamente acercaba a su cuello ese filoso brillo. A medida que ejercía presión sobre él, un líquido viscoso recorría mi brazo haciéndome sentir su escalofriante calor.

   La peor parte ya había pasado, mientras sacaba la sangre de mis manos pensaba en lo ocurrido y planificaba cual sería el fin de aquel cadáver…
                                                        ¿pollo asado o estofado de pollo?
 Lucía Ordoñez
MAURO GOMEZ 6 A
Del 25 al 1           Un relato diferente

25 noviembre. Mariana, de 24 años, tiene 23 días para entregar los trabajos de 22 materias diferentes. Ella vive en la “21 Street” en el edificio de 20 pisos. El 19 cumple años, después de visitar 18 pastelerías, encontró una torta de 17 colores distintos. El 16 se encontró con 15 gatos negros, “14 años de mala suerte” dijo Mariana. ¡OH NO! hoy es un martes 13, preocupada rezó 12 avemarías y 11 padrenuestros.
            10 veces intentó despertarse, no sabía que eran las 9 y debía entrar a trabajar a las 8. 7 días más y llegaban las vacaciones. Fue tan feo que parecía haberlo soñado 6 veces, 5 tazas de café le calmarían sus 4 peores temores, 3 veces intentó calmarse y se dijo 2 veces a sí misma, “tranquila tan sólo es 1 un sueño”.

Juan Manuel Bergonzi           4"A"




martes, 27 de mayo de 2014

El Fin Borges

Jorge Luis Borges
(1899–1986)


El fin
(Artificios, 1944;
Ficciones, 1944)




         Recabarren, tendido, entreabrió los ojos y vio el oblicuo cielo raso de junco. De la otra pieza le llegaba un rasgueo de guitarra, una suerte de pobrísimo laberinto que se enredaba y desataba infinitamente…
         Recobró poco a poco la realidad, las cosas cotidianas que ya no cambiaría nunca por otras. Miró sin lástima su gran cuerpo inútil, el poncho de lana ordinaria que le envolvía las piernas. Afuera, más allá de los barrotes de la ventana, se dilataban la llanura y la tarde; había dormido, pero aun quedaba mucha luz en el cielo. Con el brazo izquierdo tanteó dar con un cencerro de bronce que había al pie del catre. Una o dos veces lo agitó; del otro lado de la puerta seguían llegándole los modestos acordes. El ejecutor era un negro que había aparecido una noche con pretensiones de cantor y que había desafiado a otro forastero a una larga payada de contrapunto. Vencido, seguía frecuentando la pulpería, como a la espera de alguien. Se pasaba las horas con la guitarra, pero no había vuelto a cantar; acaso la derrota lo había amargado. La gente ya se había acostumbrado a ese hombre inofensivo. Recabarren, patrón de la pulpería, no olvidaría ese contrapunto; al día siguiente, al acomodar unos tercio de yerba, se le había muerto bruscamente el lado derecho y había perdido el habla. A fuerza de apiadarnos de las desdichas de los héroes de la novelas concluímos apiadándonos con exceso de las desdichas propias; no así el sufrido Recabarren, que aceptó la parálisis como antes había aceptado el rigor y las soledades de América. Habituado a vivir en el presente, como los animales, ahora miraba el cielo y pensaba que el cerco rojo de la luna era señal de lluvia.
         Un chico de rasgos aindiados (hijo suyo, tal vez) entreabrió la puerta. Recabarren le preguntó con los ojos si había algún parroquiano. El chico, taciturno, le dijo por señas que no; el negro no cantaba. El hombre postrado se quedó solo; su mano izquierda jugó un rato con el cencerro, como si ejerciera un poder.
         La llanura, bajo el último sol, era casi abstracta, como vista en un sueño. Un punto se agitó en el horizonte y creció hasta ser un jinete, que venía, o parecía venir, a la casa. Recabarren vio el chambergo, el largo poncho oscuro, el caballo moro, pero no la cara del hombre, que, por fin, sujetó el galope y vino acercándose al trotecito. A unas doscientas varas dobló. Recabarren no lo vio más, pero lo oyó chistar, apearse, atar el caballo al palenque y entrar con paso firme en la pulpería.
         Sin alzar los ojos del instrumento, donde parecía buscar algo, el negro dijo con dulzura:
         —Ya sabía yo, señor, que podía contar con usted.
         El otro, con voz áspera, replicó:
         —Y yo con vos, moreno. Una porción de días te hice esperar, pero aquí he venido.
         Hubo un silencio. Al fin, el negro respondió:
         —Me estoy acostumbrando a esperar. He esperado siete años.
         El otro explicó sin apuro:
         —Más de siete años pasé yo sin ver a mis hijos.
         Los encontré ese día y no quise mostrarme como un hombre que anda a las puñaladas.
         —Ya me hice cargo —dijo el negro—. Espero que los dejó con salud.
         El forastero, que se había sentado en el mostrador, se rió de buena gana. Pidió una caña y la paladeó sin concluirla.
         —Les di buenos consejos —declaró—, que nunca están de más y no cuestan nada. Les dije, entre otras cosas, que el hombre no debe derramar la sangre del hombre.
         Un lento acorde precedió la respuesta de negro:
         —Hizo bien. Así no se parecerán a nosotros.
         —Por lo menos a mí —dijo el forastero y añadió como si pensara en voz alta—: Mi destino ha querido que yo matara y ahora, otra vez, me pone el cuchillo en la mano.
         El negro, como si no lo oyera, observó:
         —Con el otoño se van acortando los días.
         —Con la luz que queda me basta —replicó el otro, poniéndose de pie.
         Se cuadró ante el negro y le dijo como cansado:
         —Dejá en paz la guitarra, que hoy te espera otra clase de contrapunto.
         Los dos se encaminaron a la puerta. El negro, al salir, murmuró:
         —Tal vez en éste me vaya tan mal como en el primero.
         El otro contestó con seriedad:
         —En el primero no te fue mal. Lo que pasó es que andabas ganoso de llegar al segundo.
         Se alejaron un trecho de las casas, caminando a la par. Un lugar de la llanura era igual a otro y la luna resplandecía. De pronto se miraron, se detuvieron y el forastero se quitó las espuelas. Ya estaban con el poncho en el antebrazo, cuando el negro dijo:
         —Una cosa quiero pedirle antes que nos trabemos. Que en este encuentro ponga todo su coraje y toda su maña, como en aquel otro de hace siete años, cuando mató a mi hermano.
         Acaso por primera vez en su diálogo, Martín Fierro oyó el odio. Su sangre lo sintió como un acicate. Se entreveraron y el acero filoso rayó y marcó la cara del negro.
         Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una música… Desde su catre, Recabarren vio el fin. Una embestida y el negro reculó, perdió pie, amagó un hachazo a la cara y se tendió en una puñalada profunda, que penetró en el vientre. Después vino otra que el pulpero no alcanzó a precisar y Fierro no se levantó. Inmóvil, el negro parecía vigilar su agonía laboriosa. Limpió el facón ensangrentado en el pasto y volvió a las casas con lentitud, sin mirar para atrás. Cumplida su tarea de justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho era el otro: no tenía destino sobre la tierra y había matado a un hombre.